El profesor que impartirá una de las asignaturas cuatrimestrales de mi último curso, al cual he conocido hoy, me ha sorprendido muy gratamente. Ha roto con la tradicional presentación. Muy brevemente nos ha expuesto las reglas del juego, los deseados objetivos para los meses que pasaremos juntos, y nos ha pedido que nos fuésemos presentando uno por uno, todos los que hemos asistido a clase. Esto sucede en pocas ocasiones, en mi caso es la primera vez que un profesor se inetersa tan profundamente por nosotros. Solo por esto, he decidio que el profesor se había ganado un punto y que me cae bien.
Quería conocer nuestro nombre, de dónde somos y dónde vivimos, las razones por las que nos decantamos por estudiar periodismo, la opinión final que nos merece la carrera y nuestras expectativas de futuro. A medida que iban hablando mis compañeros se iba apoderando del aula una nube negra de pesimismo. Insatisación y decepción con lo estudiado y con las opciones que existen al acabar la licenciatura. Me he sentido aliviada en cierto modo, al comprobar que no soy la única que ve las cosas oscuras, que no tiene claro el camino y que encuentra dudoso hacia dónde dar el siguiente paso. Por otro lado me ha fastidiado ver como un grupo de jóvenes, que posiblemente han viajado más que sus padres con su edad, han tenido la posibilidad de aprender idiomas, que están apunto de acabar una carrera universitaria (para muchas familias, como en la mía, la primera licenciada de su historia) se sientan asfixiados y desmotivados. Creo que no es justo, que no podemos quejarnos, que habrá que apretar el culo y abrir más los ojos. Lanzarse a la calle a buscar oportunidades, porque estoy segura de que existen.
Es cierto que el contexto no favorece, suma trabas y divide entre cincuenta las facilidades, pero no podemos los jóvenes, fuentes de energía y motores del futuro, dejarnos ahogar por el clima de desolación y desastre. Mientras haya vida y juventud, hay esperanza, no nos rindamos sin apenas haber empezado.
